Esparció todas los escritos a su
alrededor. Hallaba se sentada en medio de la habitación, rodeada de
folios, desordenadamente ordenados. Comenzó a releerlos con un vaso
de whisky como único compañero. Apenas si lograba entender su
propia caligrafía.
Sabía qué pasaría aquella noche.
Antes debía dejar todos los cabos
atados, encontrar aquella carta que hace tiempo escribiera… Habían
pasado tantas cosas desde entonces… Decidió no darle más vueltas
al asunto, acabar cuanto antes.
La encontró. Leyéndola de nuevo,
comprendió que todo tenía sentido, hacía lo correcto.
Todo era tan diferente… Pese a
seguir habiendo el mismo sentimiento de por medio.
Por mucho que le pesase, lo amaba.
Le horrorizaba la idea de herirle cuando él se diese cuenta de…
Por eso era necesario ser rápida.
Cuidadosamente la dejó en la
destartalada mesa junto a las rosas casi marchitas que destilaban
aquel profundo olor… Sin duda era el perfume de la decadencia, de
la muerte. Que apropiado, pensó.
Se acercó hasta el espejo, pisando
los papeles que poblaban el suelo.
Miró detenidamente su reflejo.
Aquella cicatriz, maldita sea. Detuvo su mirada durante unos
instantes sobre ella. Instintivamente, echo se la mano al hombro para
taparla. El mero hecho de recordar hacía que le ardiese como si
reviviera una y otra vez el momento en que la bala atravesó su piel,
dejándola marcada para siempre.
No puedo controlarse, la rabia
invadió cada milímetro de su ser. Antes de darse cuenta, tenía el
puño calvado entre cristales que saltaban y caían a su derredor,
repiqueteando armoniosamente. Las gotas de sangre no tardaron en
aparecer, dando color a los escritos que cubrían la habitación.
Quedó así un rato, con el puño
cerrado apoyada sobre él en lo que quedaba de espejo, escuchando
como las pequeñas gotitas caían. Que melodía tan dulce.
Incorporándose lentamente se
dirigió al baño. Odiaba la luz electrizante de la única lámpara
que había en este, por lo que decidió sacarle partido a las velas
que tenía guardadas por algún sitio.
Encendió las una a una. Olían a
vainilla, le recordaba a esos pasteles caseros que solían hacer al
principio de mudarse a vivir juntos. Cuánto los había extrañado.
Cuánto le había extrañado a él en esos últimos meses; cuando más
lo necesitó, tomó la decisión de huir. No podía reprochárselo.
Volviendo a la habitación
principal, tomó entre sus manos el trozo más grande de cristal que
pudo encontrar. Quería que la última cosa que la había reflejado
tal y como era ahora acabase con lo que quedaba de real en su
persona.
Echó el cerrojo de la puerta
principal, no tenía la esperanza de que él llegase a tiempo, pero
tomó la precaución.
Entornó la del baño. Sentándose
en un rincón, asió con más fuerza la afilada arma, rasgándose los
dedos. El dolor reconfortaba.
Sin dudarlo un segundo, dibujó un
camino que unía el principio de su antebrazo izquierdo hasta la
palma de su mano. Pronto el camino convirtió se en un pequeño río
con una profundidad exacta que no tardó en desbordarse.
A lo lejos creyó escuchar como
golpeaban con cada vez más ímpetu. Sonó un crujido de madera y un
portazo. Cesaron los golpes.
Los cristales se quejaron debajo de
los pies de quien los pisaba. Estos avanzaban despacio.
Con no poco esfuerzo ella consiguió
tirar del maldito enchufe de la maldita lámpara en el momento
exacto, resbalándosele la mano por la pared, dejando una huella
imborrable.
Lo vio aparecer. Era él, ¿cómo
podía ser él? La única vez que le dijo que no acudiera en su
ayuda, lo había hecho. Era increíble. No pudo hacer más que
mirarle y sonreír.
“Has venido…” Le susurró “Te
dije que no lo hicieras, no quiero que me recuerdes así…”
Entonces, por primera vez, notó una
mirada de auténtica preocupación en la cara del chico. Él corrió
hasta donde ella se hallaba. Tomo la entre sus brazos, besándola en
la mejilla mientras le decía algo parecido a “No te preocupes
cariño, todo se arreglará, te vas a poner bien, no te vayas por
favor…” la chica no consiguió entender demasiado bien sus
palabras, le temblaba demasiado la voz.
Quería tranquilizarlo, mas no sabía
cómo. En un último esfuerzo, volvió a alzar la mano dañada, casi
inerte, para rozarle la cara a su compañero, manchándola de un rojo
carmesí que en ese momento le pareció el color más bonito del
mundo. Acercándose un poco a su oído, le contestó con una voz lo
más dulce y suave que pudo… ““No hay nada que arreglar ya…
Nada que me haga estar bien… Nada que me retenga aquí un solo
minuto más… No intentes salvarme, pues esta vez no podrás
pequeño”
No aguantó más. Sus dedos se
escurrieron de la tez del muchacho, yendo a parar con un ruido sordo
otra vez la extremidad chorreante de aquel fluido vital al suelo.
De repente, él acercó sus labios a
los suyos, dándole un último y profundo beso.
“Te quiero” esta vez sonaba como
si hubiera comprendido que era el final.
Ella sonrió aún más si cabe. Él
lo había entendido “Yo también”
Más en paz de lo que había estado
en meses, consiguió abandonarse. Dejó de luchar, de sufrir, de
recordar…
Su último pensamiento lo dedicó a
la carta que se hallaba sobre la mesa, y a su contenido.
El ángel alzó el vuelo.
No vuelvas a esos oscuros tiempos...
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